No puede durar siempre

9/19/2006

La ciudad amarilla con olores de azahar se abre ante mí. No llevo gafas de sol y no me importa, quiero que la belleza de este día me deslumbre. Ando despreocupada hasta un banco de la Encarnación. Me siento a leer algo de Pérez-Reverte en un banco. Estoy sola porque el resto de lectores se amontonan en la sombra, cual convención de hombres de la noche, a leer sus periódicos. Y mira que hay bancos. En la fuente uno de los habitantes de la plaza se asea como puede y alarga un trozo de carne reseca a su fiel can. La radio de un coche canta las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Una mágica instantánea a mediados de Septiembre.

La Encarnación es un oasis de ciudad, una isla de asfalto completamente rodeada de carretera, de gigantes color carmesí y de personas aceleradas que no echan la vista atrás. Son muchas las que pasan y casi ninguna nos mira. Pero yo, aquel habitante de la fuente, su perro y quizá algún otro lector volcado sobre su periódico nos damos cuenta de que ése es el momento perfecto. Lo más cerca que un ser humano puede estar de la felicidad.

Suena la alarma del móvil dentro del bolso. Pero el momento no se rompe porque no tengo prisa. Guardo el libro con parsimonia y, al alzar la vista, dos gorriones alzan el vuelo a lo alto del árbol que tengo encima. Veo pasar a unas amigas que se sonríen y el coche de Vivaldi se aleja poco a poco. ¿El sueño ha terminado? No lo sé, pero mi descanso de 30 minutos, sí.

Subo las tres plantas del edificio de la eléctrica en que trabajo ahora mismo. Me siento delante del ordenador y recuerdo el trabajo mecánico que tendré que hacer seis horas más. Veo los registros de excel que suelo "pintar" de verde, oliva, lavanda o marrón y recuerdo la Encarnación. Esbozo una sonrisa. Hoy, definitivamente, puede ser un gran día.

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