Diez años

3/11/2014



El 11 de marzo de 2004, al igual que yo, en Madrid se levantaron muchas personas sin tener ni idea de que ese sería su último amanecer. En mi caso lo primero que recuerdo es que había quedado a las dos de la tarde con algunas compañeras de trabajo en una cafetería frente a la facultad de económicas de Sevilla. El local estaba de bote en bote, no cabía ni un alma pero cuando entré todo el mundo estaba en silencio. Un silencio sobrecogedor, que asustaba. Ya había escuchado conversaciones en el autobús, algo de un atentado y en la cara de la gente se leía preocupación. 

Me abrí paso hasta la barra de la cafetería y descubrí el foco de atención, la televisión. A partir de ese momento no pude apartar la vista del aparato, no me podía creer las imágenes que estaba viendo. A cada minuto hablaban de más víctimas, llamaban más testigos, la desesperación y la incertidumbre aumentaban. No he vuelto a vivir silencios tan intensos como los de aquel 11 de marzo. 

No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que reaccioné. Por entonces no tenía redes sociales, no existía el whatsapp ni por supuesto teníamos internet en el móvil. Pero a través de internet (foros, chats...) tenía muchos amigos y conocidos en Madrid. Sobretodo relacionados con el mundo beatlémano. De buenas a primeras salí a la calle, agarré el móvil y comencé a llamarles a todos. En un acto casi instintivo, realmente nunca supe por qué porque con algunos ni siquiera hablaba a diario. Uno de mis amigos, cuyo nombre no daré porque nunca le he preguntado si lo puedo contar, cogió justo el tren que venía detrás de uno de los siniestrados. De hecho al aproximarse a Atocha se tuvieron que bajar y pasar por la zona cero andando. Nunca hemos vuelto a hablar del tema pero su relato era casi el de alguien en estado de shock, con muchos "¿y si?".

La mayoría de la gente a la que llamé no cogían el teléfono, las líneas estarían aún seguramente colapsadas. En las siguientes horas, eso si, comprobé que estaban todos bien. Poco a poco el grupo de compañeras empezamos a andar hacia el trabajo. Por entonces era teleoperadora, de ésas que te llaman de tu operadora para ofrecerte productos nuevos o de otras compañías para que te cambies. Entrábamos, creo, como a las 4 de la tarde. Pero ninguna tenía cuerpo para coger el teléfono y llamar. Lo único que nos nacía era llorar una vez sentadas delante del ordenador y el teléfono.


Ese día y el siguiente, oh sorpresa, nos tocaba llamar a Madrid. Y ahí nos plantamos. Intentamos llamar una vez, dos,... pero con miedo de que alguien nos dijera que cómo se nos ocurría llamarles en un día así o que estaban buscando a un familiar. Empezaron a llegar a nuestros móviles mensajes convocándonos a una manifestación. Pedimos a nuestros jefes recuperar las horas de esas jornadas durante los días siguientes, no podíamos llamar, queríamos estar en esa manifestación con el resto de España. Era impensable estar en otro sitio. Encontramos menos resistencia a la idea de la que cabría esperar. No es una buena imagen comercial llamar a los clientes para venderles algo el día del mayor atentado de la historia de Europa y durante las manifestaciones no habría a quien llamar.

A la hora de la manifestación ni una compañera se quedó en su casa, incluso las coordinadoras nos acompañaron. Nos dirigíamos a la estación de tren de Santa Justa en silencio y a cada segundo más emocionadas porque éramos cientos las personas que hacíamos el mismo camino sin mediar palabra. Una vez que llegamos a la manifestación estuvimos horas paradas porque cuando la cabecera finalizó el recorrido quedaban miles de personas que no pudimos ni llegar a salir. 

Volvimos a casa en autobús y era impresionante ver cómo ya todos los vehículos públicos lucían crespones negros. La gente seguía sin hablar, creo que el país entero estuvo en shock dos días más o menos. 

Las televisiones ponían las mismas imágenes una y otra vez, casi sin decir nada nuevo, pero no podíamos dejar de verlo. Como si quisiéramos estar cercanos de alguna manera con todos los que estaban sufriendo la tragedia. Esta nueva estrategia televisiva que se usó por primera vez aquel día se ha repetido, desgraciadamente, en acontecimientos como los accidentes de Spanair y del tren de Santiago o el fallecimiento de Rocío Jurado, retransmitido casi a tiempo real desde las inmediaciones del domicilio de la cantante. 

Unos días después de la boda real, celebrada el 22 de mayo, llegué a Madrid. Y casi recién llegada me monté en un cercanías. Había un miembro de protección civil a cada lado de cada puerta, recorrían los vagones y cuando pasaban los pasajeros quedaban inmediatamente en silencio. La mayoría agachaban la cabeza y algunos incluso lloraban. Habían pasado más de dos meses pero era como si el tiempo no hubiera pasado. Llegué a Atocha y aquello parecía más que una estación un campo sembrado de dolor, rabia, tristeza e indignación. Flores, mensajes, fotografías, dibujos... allá donde miraras te volvían a la mente aquellas imágenes del 11 de marzo. 

Han pasado diez  años y no solo no se han cerrado todas las heridas sino que algunas se abrieron e infectaron con el paso de los días. Ni una palabra me merece el papel indigno que representó la clase política española en aquellos momentos. Ninguno, en mayor o menor medida, estuvo a la altura de lo que merecían los ciudadanos de Madrid y las víctimas de la tragedia. 

ELLOS, las víctimas mortales, las 191 personas que murieron en el atentado y el agente que falleció en el piso de Leganés. Junto con todos los supervivientes de aquel horror y las familias de unos y de otros son los protagonistas de cada homenaje y recuerdo, de los pensamientos de todos los españoles en días como hoy. 

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